viernes, 20 de noviembre de 2009

MIL Y TRES

MIL Y TRES

En el curso de unas investigaciones orientales, tuve ocasión hace poco de consultar el Dezizmeahorah Eshasionn103o, una obra que, como el Zohar de Simeon Jochaides, apenas es conocida incluso en Europa, y que nunca ha sido citada, que yo sepa, por un americano —si exceptuamos quizá al autor de las Curiosities of American Literature—; habiendo tenido ocasión, cómo digo, de hojear algunas páginas de la notabilísima obra mencionada, quedé no poco asombrado al descubrir que el mundo literario había estado hasta entonces completamente equivocado con respecto al destino de la hija del visir, Sherezade, tal como se describe en Las Mil y Una Noches y que el dénouement ahí dado, si bien no del todo inexacto hasta donde llega, debe al menos censurarse por no haber ido mucho más lejos.

Para la plena información de ese interesante tópico remito al lector inquisitivo al propio Eshasionnó, pero, mientras tanto, se me permitirá que dé un resumen de lo que descubrí en él. Se recordará que, en la versión habitual de esos cuentos, cierto monarca, teniendo razones para estar celoso de su esposa la reina, no sólo la condena a muerte, sino que hace una promesa —por su barba y por el profeta— de casarse cada noche con la más bella doncella de sus dominios y de entregarla a la mañana siguiente al verdugo. Habiendo cumplido a la letra ese voto durante varios años, con una puntualidad y un métodos religioso que le honraban grandemente como hombre de devotos sentimientos y excelente juicio, fue interrumpido una tarde (sin duda, a la hora de sus oraciones) por la visita de su gran visir, a cuya hija, según parece, se le había ocurrido una idea.

El nombre de ella es Sherezade y la idea consistía en que redimiría al país del despoblador impuesto a sus beldades o bien perecería en el intento como corresponde a toda heroína que se precie. En consecuencia, y aunque no vemos que se trate de un año bisiesto (lo que haría el sacrificio aun más meritorio) comisiona a su padre, el gran visir, para que ofrezca su mano al rey. Este la acepta ávidamente (pues había intentado tomarla de todos modos y sólo aplazaba el asunto un día tras otro por temor al gran visir), pero, al aceptarla ahora, da a entender muy claramente a las partes interesadas que, gran visir o no, no tiene la más ligera intención de ceder un ápice de su promesa o de sus privilegios. Por eso cuando la hermosa Sherezade insistió en casarse con el rey y así lo hizo a pesar del excelente consejo de su padre de no cometer barbaridades, es evidente que tenía sus bellos ojos bien abiertos y que conocía muy bien las circunstancias del caso.

Parece, sin embargo, que esta ladina damisela (que debió leer a Maquiavelo sin género de dudas) tenía un plan muy ingenioso in mente. En la noche de bodas se las compuso he olvidado con qué especioso pretexto, para que su hermana ocupara un lecho lo bastante cercano del de la pareja real como para permitir una fácil conversación de cama a cama. Poco antes del canto del gallo tuvo buen cuidado de despertar al bondadoso monarca, su esposo (que no le guardaba menos afecto por el hecho de que tuviese la intención de retorcerle el cuello al día siguiente), que, gracias a una tranquila conciencia y una fácil digestión, dormía profundamente, para que escuchara el interesantísimo relato (acerca de una rata y un gato negro, creo) que estaba narrando en voz baja a su hermana. Cuando apuntó el día, sucedió que esta historia no había terminado todavía y que Sherezade, dadas las circunstancias, no podía acabarla en esos instantes, pues era ya hora de que se levantara y fuera a que la estrangularan —cosa poquísimo más agradable que ser ahorcado, aunque una pizca más distinguida.

Lamento decir que la curiosidad del rey prevaleció sobre sus sanos principios religiosos, induciéndole por esta vez a posponer el cumplimiento de su promesa hasta la mañana siguiente, con el propósito y la esperanza de oír por la noche lo que había ocurrido al final con el gato negro (creo que era negro) y la rata.

Llegada la noche, sin embargo, Sherezade no sólo dio el retoque final al gato negro y a la rata (que era azul), sino que, antes de darse cuenta exacta de lo que hacía, se vio envuelta en el intrincado desarrollo de una narración que se refería, si no me equivoco, a un caballo rosado (con alas verdes) que cabalgaba impetuoso por obra de un mecanismo de relojería y al que se daba cuerda con una llave color índigo. Por esta historia se interesó el rey aun más que por la otra y como el día apuntara antes de su conclusión (no obstante los esfuerzos de la sultana por finalizarla a tiempo para el estrangulamiento) no hubo más remedio que posponer otra vez la ceremonia veinticuatro horas. A la noche siguiente sucedió un accidente similar con similar resultado, y lo mismo a la siguiente y a la otra...; hasta que, al fin, el buen monarca, habiendo sido privado inevitablemente de toda oportunidad de cumplir su promesa durante un periodo no inferior al de mil y una noches, lo olvidó por completo al expirar ese término, se absolvió a sí mismo de él o bien — lo que es más probable— rompió sin reserva dicho voto, así como la cabeza de su padre confesor. En cualquier caso, Schrezada, que, por ser descendiente directa de Eva, había heredado quizá los siete cestos de conversación que esta última señora, según sabemos todos, recogió al pie de los árboles del jardín del Edén, Schrezada, repito, triunfó finalmente y el impuesto sobre las beldades fue derogado. Ahora bien, esta conclusión (que es la del relato tal como aparece escrito) es, sin duda, muy adecuada y agradable, pero ¡ay!, como tantas otras cosas, es más agradable que cierta y yo me hallo muy en deuda con el Eshasionnö por los medios empleados para corregir el error. Le mieux —dice un proverbio francés— est l'ennui du bien, y al mencionar que Sherezade había heredado los siete cestos de charla, debiera haber añadido que los colocó a interés compuesto hasta que subieron a setenta y siete.

—Mi querida hermana —dijo en la noche mil y dos (cito al pie de la letra el lenguaje del Eshasionnó en este punto)—, mi querida hermana —dijo—, ahora que ese pequeño inconveniente acerca del estrangulamiento se ha desvanecido y que ese odioso tributo está felizmente abolido, me siento culpable de una gran indiscreción al no contaros a ti y al rey (quien, lamento decirlo, ronca, cosa que no haría ningún caballero) la verdadera conclusión de la historia de EL RELOG DEL TIEMPO. Este OBJETO pasó por muchas otras y más interesantes aventuras que las que relaté, pero la verdad es que precisamente en la noche de su narración tenía yo sueño y en consecuencia quise abreviar la historia, acto injurioso, el cual confío que Alá me perdone. Pero aun así no es demasiado tarde para remediar mi gran negligencia y, en cuanto haya dado al rey un pellizco o dos para que se despierte y deje de hacer ese horrible ruido, te contaré inmediatamente (y a él, si tal le place) la continuación de esa notabilísima historia.

Por lo que he leído en el Eshasionnó, la hermana de Sherezade no se mostró demasiado entusiasmada ante aquella perspectiva; pero el califa, después de recibir suficientes pellizcos, dejó de roncar y dijo finalmente ¡hum!» y luego «¡ah!», con lo que la sultana entendió (porque sin duda estas son palabras árabes) que él era todo oídos; y habiendo arreglado estas cosas a su satisfacción, reanudó sin pérdida de tiempo la historia de ARMAND Y EL RELOG DEL TIEMPO. —Al fin, ya en la juventud—éstas son las palabras del propio Armand— y tras disfrutar de mi don por muchos años, me sentí una vez más dominado por el deseo de visitar países extranjeros y salir a la luz del día, sin confiar a nadie de mis bienes, hice unos cuantos baúles, contratando a un mozo de cuerda para que las acarrease, bajé con él a la costa a esperar que algún carruaje me llevase lejos de Francia rumbo a alguna región que no hubiera yo explorado aún. «Después de depositar los baúles en la arena, nos sentamos bajo unos árboles y dirigimos la mirada al cielo con la esperanza de encontrar un indicio de mi amada Gabrielle, pero durante varias horas no vi ninguno.

Mientras me encontraba inmerso en mis recuerdos me pareció singular zumbido o ronroneo y el porteador, tras escuchar un rato, declaró que él también lo percibía. Luego ese sonido fue creciendo en intensidad de modo que no tuvimos duda de que el objeto que lo causaba estaba cerca a nosotros. El zumbido entraba y salía de nuestros cuerpos, haciéndonos divisar la línea del horizonte como una línea turbulenta que anuncia una catástrofe sin precedentes. Allí en ese mismo horizonte turbulento venia hacia nosotros un hombre bajo de contextura gruesa – creo yo- con una capa negra y un sombrero de ala ancha; Venía hacia nosotros con inconcebible velocidad, levantando enormes olas de arena en torno a sus pies.

«Cuando aquello se nos acercó, lo vimos con toda claridad. Era tan bajo como del alto de un barril y tan ancho como el lomo de un caballo. Su cuerpo, distinto del de los mortales corrientes, era sólido como una roca y su cabellera era de un negro azabache por toda la parte que sobresalía del sombrero, con la excepción de una estrecha raya color blanco que cruzaba su frente cubriéndole buena parte de su rostro. Su cuerpo escondido bajo la capa sólo lo podíamos entrever de vez en cuando. Su capa era lisa y completamente blanca y de ella arrancaban hacia abajo tres puntas que se retorcían en el suelo.

Su figura era tan cambiente y con el retumbar de mis oídos se me hacia difusa de vez en cuando; como he dicho, la bestia (si se puede llamar así a un ser humano)se aproximaba a nosotros con la mayor rapidez, debía de moverse por arte de nigromancia, pues no tenía ni alas, ni tampoco se retorcía para avanzar como hacen las anguilas. Grandísimo fue nuestro terror al contemplar aquella cosa tan horrible, pero quedó superado por el sombro que nos produjo ver en sus manos un reloj de oro, aproximadamente del tamaño y la forma de un joyero y que se encontraba envuelto en una fea e incómoda tela parecida al algodón pero más translucido. En lo alto del reloj llevaba una especie de campana dorada que, a primera vista, pensé que era un objeto aparte, pero pronto descubrí que el uno estaba unido al otro y era sumamente pesado y sólido y por tanto deduje que era un artefacto destinado a traer grades desgracias. Alrededor del cuello de la bestia colgaba una llave, que no solo aterrorizaba más su apariencia sino que detallaba una cruz de cinco partes en su punta.

Cuando la bestia hubo llegado casi al lugar donde estábamos, proyectó hacia delante uno de sus ojos y dentro de él se vio como el oro liquido de sus ojos se convirtió en solido con solo mirarnos. Al disiparse al polvareda vimos como la bestia sacaba de su capa otro cofre de iguales dimensiones, tomando la llave del cuello se dirigió a nosotros y al tiempo empezó a proclamar palabras, frases tan antiguas que ni el mismísimo Ala las invocaría. Esta declaración me determinó a salir por pies, y, sin siquiera mirar hacia atrás, corrí a toda velocidad al palacete mientras el mozo corría no menos velozmente, aunque poco más o menos en dirección contraria, de modo que acabó por huir con mis baúles, de los que no dudo que tuviera excelente cuidado, aunque este es un punto que no puedo determinar pues no recuerdo haberle vuelto a ver jamás.

Me arrepentí entonces amargamente por mi locura de abandonar un cómodo hogar para arriesgar la vida en aventuras como aquella, pero como no servía de nada lamentarse me adapté lo mejor que pude a mi situación y me esforcé por usar mis dones y conseguir la buena voluntad de la bestia que poseía tan extraño reloj que parecía ejercer autoridad sobre poseedor. Tanto éxito tuve en este esfuerzo que, en unos minutos, la criatura me concedió hablar en mi lengua materna e incluso se tomó la molestia de modificar su apariencia amedrentadora.

—Uashish, scuashish, scuic, Simbad, eh-didel, didel, grunt unt grumbel, hiss, fiss, juis —me dijo—os pido mil perdones, había olvidado que los tiempos han cambiado y que vuestra majestad no está familiarizado con la lengua de los gallorrelinchos. Con vuestro permiso traduciré: «Uashish, scuashish», etc., quiere decir: «Soy el enviado del cielo, fui enviado a traerte este artilugio tan especial, mi querido Armand, ya que has sido otorgado de grandes dones y eres merecedor de conocer el secreto del tiempo. Ahora estoy haciendo algo que se llama el rito oscuro; y como estás tan deseoso de ver que traigo bajo esta tela, haré una excepción al rito y te lo daré a conocer ahora mismo, no sin antes recordarte Armand que lo use con debido cuidado y en el momento en que más lo necesites. El Eshasionnó relata que, cuando dama Sherezade hubo llegado a este punto, el rey se volvió del costado izquierdo al derecho y dijo:

—Es, en verdad, muy sorprendente, mi querida reina que hayas omitido hasta hoy estas últimas aventuras de Armand. ¿Sabes que las considero tan entretenidas como extrañas?

Habiéndose expresado el califa de tal modo, según se nos cuenta, la hermosa Sherezade reanudó su historia con las siguientes palabras:

Agradecí al hombre su obsequio—dijo Armand— y tan pronto como tome el reloj supe que con él podía retroceder en el tiempo una hora, por su curiosa inscripción la esfera. Sin querer lo accione y me encontré sentado contemplando la luna y resolví entrar al palacete y ver por última vez el retrato de mi bella Gabrielle, luego decidí salir sin baúles y tomar mi propio carruaje recorriendo el tiempo viajando cuesta arriba o cuesta abajo».

Eso me parece rarísimo —interrumpió el rey.

—Sin embargo, es completamente cierto —replicó Sherezade.

—Lo dudo —repuso el rey—, pero ten la bondad de proseguir el relato.

Así lo haré —dijo la reina—. «La bestia —continuó contando Armand— la sobrepase en mi carruaje pero no se en qué momento me vio y decidió sumarse a mi carruaje en un movimiento sobrenatural el carruaje andaba, como ya he explicado, cuesta arriba y cuesta abajo, hasta que al fin al puerto donde tomamos un bote y arribamos a una isla, de muchos centenares de millas de circunferencia pero que, sin embargo, se encontraba a escasos metros de la bahía esta, había sido construida por una colonia húngaros en honor al dios del tiempo

—¡Hum! —dijo el rey.

—«Recorriendo la isla —dijo Armand (pues, como se comprenderá, Sherezade hizo caso

omiso de la inoportuna exclamación de su marido)—, llegamos al centro, donde los árboles eran de piedra maciza y se organizaban en una circunferencia perfecta.

—¡Hum! —dijo de nuevo el rey.

Pero Sherezade, sin prestarle atención, continuó con las palabras de Armand.

—«Después de dejar atrás aquella extraña circunferencia el reloj empezó a brillar en su campanilla. Luego de abandonarla, llegamos a un país donde había un monumento de metal que se manifestaba por todos los lugares que visitábamos. De la punta de este monumento colgaban miles de banderillas terminadas en diamantes.

—¡Hum! —dijo el rey.

—Cabalgamos a través del tiempo una hora por cada hora que pasábamos. Decidimos descansar en una región donde hallamos una elevada montaña por cuyas laderas observamos a unos pequeños hombrecillos sin pelo alguno que usaban túnicas ensangrentadas; mientras esto ocurría empecé a sentir mi piel tirante y que cambia de color se convertía en un tono marfileño y el frio iba desapareciendo conforme iba ocurriendo esto; la bestia a mi lado parecía gozar del paisaje sin darse cuenta que su aspecto se volvía mas esbelto y menos amedrantador.

—¡Hum! —dijo el rey.

—Después de abandonar esa montaña, la bestia ya no era bestia era una hermosa doncella de cabellera dorada con un aspecto desalineado.

—¡Ja! —dijo el rey.

—decidí usar el reloj y viajar una hora atrás y ver su transformación.

—¡Quita allá! —dijo el rey.

—Siguiendo siempre el mismo proceso de su transformación la bestia se iba despojando de partes de su piel, mi hora en el tiempo termino y volví a estar junto a la hermosa doncella sin entender quien o que era trate de usarlo nuevamente pero solo regresé un segundo en el tiempo mientras descifraba si se averió o no el reloj arribamos aun maravilloso jardín.

—¡Jua! —dijo el rey.

—Abandone el carruaje saltando y camine hasta el próximo reino. Esta horrible bestia cada vez en mi recuerdo se parecía mas y mas a mi Gabrielle ; sentía que ella excavaba y excavaba en mi memoria como si tratara de invadirla así estuviera a kilómetros de mi.

—¡Ufl —dijo el rey.

—En mi caminar, divise una comarca abundante en vegetales que no crecían al mismo tamaño delos otros en el suelo, sino que triplicaban su tamaño. Había otras hortalizas que brotaban de la sustancia de otros vegetales; otras que obtenían su sustento de los desechos de animales.

—¡Basta —dijo el rey—. No puedo, ni quiero aguantar más. Me has levantado un terrible dolor de cabeza con tus patrañas. El día además, por lo que veo, comienza a despuntar. ¿Cuánto tiempo llevamos ya casados? Mi conciencia está volviendo a atormentarme. ¿Me tomas por tonto? Lo mejor que puedes hacer es levantarte e ir a que te estrangulen.

Estas palabras, según sé por el Eshasionnó, afligieron y asombraron a Sherezade, pero sabiendo que el rey era un hombre de escrupulosa integridad y un poco distraído, tomando esa última cualidad Sherezade saco de su manto un reloj de campanillas y devolvió las manecillas dos vueltas atrás e hizo sonarlas haciendo que su entorno vibrara y se detuviera para que así ella saliera cautelosamente sacando dos cofres llenos de joyas en dos dromedarios que le había regalado su esposo.

FIN.

RESINA


jueves, 3 de septiembre de 2009

MAQUINA DE COMPOST